TIEMPO DE REFLEXIÓN
“Estas cosas habló Jesús, y levantando los ojos al cielo, dijo: Padre, la hora ha llegado; glorifica a tu Hijo, para que también tu Hijo te glorifique a ti; como le has dado potestad sobre toda carne, para que dé vida eterna a todos los que le diste.
Y esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado. Yo te he glorificado en la tierra; he acabado la obra que me diste que hiciese. Ahora pues, Padre, glorifícame tú al lado tuyo, con aquella gloria que tuve contigo antes que el mundo fuese. He manifestado tu nombre a los hombres que del mundo me diste; tuyos eran, y me los diste, y han guardado tu palabra. Ahora han conocido que todas las cosas que me has dado, proceden de ti; porque las palabras que me diste, les he dado; y ellos las recibieron, y han conocido verdaderamente que salí de ti, y han creído que tú me enviaste. Yo ruego por ellos; no ruego por el mundo, sino por los que me diste; porque tuyos son, y todo lo mío es tuyo, y lo tuyo mío; y he sido glorificado en ellos. Y ya no estoy en el mundo; mas éstos están en el mundo, y yo voy a ti. Padre santo, a los que me has dado, guárdalos en tu nombre, para que sean uno, así como nosotros”. Juan 17. 1 - 11
Un día antes de su muerte, en la última Cena, Jesús pronunció la oración sacerdotal. En ella le dice al Padre que había dado a conocer a sus discípulos la presencia, el carácter y el amor de Dios. Jesús resumió todo esto diciendo que les había revelado quién era el Padre. En realidad, en todo el tiempo que pasó con ellos, Jesús fue la manifestación visible y palpable de Dios, la presencia del Todopoderoso que los protegió del mal en el “nombre” que le había dado el Padre.
Pero, ¿qué sucedería ahora que Jesús iba a dejar a sus discípulos? ¿Iban ellos a perder ese nombre, es decir, la presencia y el poder de Dios? ¿Se sentirían aplastados por los engaños y las tentaciones del mundo, e incapaces de defenderse de los ataques del maligno?
Pero, ¿qué sucedería ahora que Jesús iba a dejar a sus discípulos? ¿Iban ellos a perder ese nombre, es decir, la presencia y el poder de Dios? ¿Se sentirían aplastados por los engaños y las tentaciones del mundo, e incapaces de defenderse de los ataques del maligno?
En absoluto! Jesús oró pidiendo que Dios continuara guardándolos en su nombre, es decir, con su poderosa presencia.
Al orar, Jesús tenía un objetivo bien claro: “Padre santo, cuida en tu nombre a los que me has dado, para que sean uno, como nosotros” (Juan 17. 11).
Al orar, Jesús tenía un objetivo bien claro: “Padre santo, cuida en tu nombre a los que me has dado, para que sean uno, como nosotros” (Juan 17. 11).
Estas pocas palabras encierran la revelación de la vida para la cual quiere salvarnos el Señor. No una vida en que cada uno tenga una comunión individual con Dios; solamente.
Jesús quiere salvarnos para que los cristianos entre sí, lleguemos a unirnos los unos a los otros como Cuerpo de Cristo.
En su oración pedía, y sigue pidiendo, que permanezcamos unidos en el nombre de Dios para que Él pueda crear un vínculo inquebrantable entre unos y otros.
En su oración pedía, y sigue pidiendo, que permanezcamos unidos en el nombre de Dios para que Él pueda crear un vínculo inquebrantable entre unos y otros.
“Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, por todos y en todos. Pero a cada uno de nosotros se nos ha concedido la gracia conforme a la medida del don de Cristo”. (Efesios 4.5 – 7)
La unión es importante porque cada uno de nosotros como parte del Cuerpo de Cristo tiene una función y una tarea que cumplir, y si bien somos muchos, cada uno de nosotros es especial y único para llevar el propósito de Dios adelante. Que todos crean y ninguno se pierda.
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