martes, 17 de septiembre de 2019

Leyendo... 1 Juan capítulo 1



LECTURA DIARIA:
1 Juan capítulo 1

El apóstol Juan abre su primera carta a la iglesia de la misma forma que lo hace con su Evangelio, recalcando que Cristo (el "Verbo de vida") es eterno, que Dios vino a la tierra como hombre, que él, Juan, fue un testigo personal de la vida de Jesús, y que Jesucristo ofrece luz y vida.

Juan escribe acerca de tener comunión con otros creyentes. Hay tres pasos que han de seguirse para lograr una comunión cristiana verdadera. Primero, debe estar cimentada en el testimonio de la Palabra de Dios. Sin esa fortaleza fundamental, es imposible la unidad. Segundo, es mutuo, y depende de la unidad de los creyentes. En tercer lugar, debe renovarse cada día por medio del Espíritu Santo. La verdadera comunión combina lo social y lo espiritual, y se logra solo mediante una relación viva con Cristo.
La luz representa lo bueno, puro, verdadero, santo y confiable. Las tinieblas representan al pecado y lo perverso. Decir "Dios es luz" significa que es perfectamente santo y veraz, y que solo Él puede sacarnos de las tinieblas del pecado. La luz también se relaciona con la verdad, y esa luz expone todo lo que existe, sea bueno o malo. En las tinieblas, lo bueno y lo perverso parecen iguales; en la luz, es fácil notar su diferencia. Así como no puede haber tinieblas en la presencia de la luz, el pecado no puede existir en la presencia de un Dios santo.
Si queremos tener relación con Dios, debemos poner a un lado nuestro estilo de vida pecaminoso. Es hipocresía afirmar que somos de Él y al mismo tiempo vivir como se nos antoja. Cristo pondrá al descubierto y juzgará tal simulación. Juan confronta la primera de las tres afirmaciones de los falsos maestros: Que podemos tener comunión con Dios y seguir viviendo en las tinieblas. Los falsos maestros, que pensaban que el cuerpo era malo o no tenía valor, presentaban dos enfoques de la conducta: insistían en negar los deseos del cuerpo mediante una disciplina estricta o aprobaban la satisfacción de toda lujuria física porque el cuerpo después de todo iba a ser destruido.
En la época del Antiguo Testamento, los creyentes simbólicamente transferían sus pecados a la cabeza de un animal, que después se sacrificaba. El animal moría en su lugar, redimiéndolos del pecado y permitiéndoles que siguieran viviendo en el favor de Dios. La gracia de Dios los perdonaba por su confianza en Él y por haber obedecido los mandamientos en cuanto al sacrificio. Esos sacrificios anunciaban el día en que Cristo quitaría por completo los pecados. Una verdadera limpieza del pecado vino por medio de Jesucristo, el "Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo" (Juan 1.29).
El pecado, por su propia naturaleza, trae consigo muerte. Jesucristo no murió por sus propios pecados; no los tenía. En su lugar, murió por los pecados del mundo. Cuando le entregamos nuestra vida a Cristo y nos identificamos con El, su muerte llega a ser nuestra. De antemano pagó el castigo de nuestros pecados; su sangre nos ha limpiado. Así como resucitó del sepulcro, resucitamos a una nueva vida de comunión con El.
Juan ataca la segunda afirmación de la enseñanza falsa: Algunos decían que no tenían una naturaleza que tendía al pecado, que su naturaleza pecaminosa había sido eliminada y que ahora no podían pecar. Ese es el peor engaño de sí mismo, peor que una mentira evidente. Se negaron a tomar en serio el pecado. Querían que se les considerara cristianos, pero no veían la necesidad de
confesar sus pecados ni de arrepentirse. No les importaba mucho la sangre de Jesucristo porque pensaban que no la necesitaban. En vez de arrepentirse y ser limpiados por la sangre de Cristo, introducían impureza en el círculo de creyentes. En esta vida, ningún cristiano está libre de pecar; por lo tanto, nadie debiera bajar la guardia.
Los falsos maestros no solo negaban que el pecado quebraba la relación con Dios y que ellos tenían una naturaleza no pecaminosa, sino que, sin importar lo que hicieran, no cometían pecado.
Esta es una mentira que pasa por alto una verdad fundamental: todos somos pecadores por naturaleza y por obra. Al convertirnos, son perdonados todos nuestros pecados pasados, presentes y futuros. Más aun después de llegar a ser cristianos, todavía pecamos y debemos confesar. Esa clase de confesión no es ganar la aceptación de Dios sino quitar la barrera de comunión que nuestro pecado ha puesto entre nosotros y El.
La confesión tiene el propósito de librarnos para que disfrutemos de la comunión con Cristo.
Dios quiere perdonarnos. Permitió que su Hijo amado muriera a fin de ofrecernos su perdón. Cuando acudimos a Cristo, Él nos perdona todos los pecados cometidos. Nuestra relación con Cristo es segura. Sin embargo, debemos confesar nuestros pecados para que podamos disfrutar al máximo de nuestra comunión y gozo con El. La verdadera confesión también implica la decisión de no seguir pecando. No confesamos genuinamente nuestros pecados delante de Dios si planeamos cometer el pecado otra vez y buscamos un perdón temporal.

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