miércoles, 27 de marzo de 2019

Leyendo... Juan capítulo 8



LECTURA DIARIA:
Juan capítulo 8

La Ley exigía que se apedrearan ambas personas involucradas en el adulterio. Los líderes usaron a la mujer como una trampa para hacer caer a Jesús.
Si decía que no debía apedrearse a la mujer, lo acusarían de violar la Ley de Moisés. Si los instaba a ejecutarla, lo acusarían frente a los romanos, que no permitían a los judíos llevar a cabo sus propias ejecuciones.
Como Jesús ratificó el castigo aplicable al adulterio, no fue posible acusarlo de estar en contra de la Ley. Pero al decir que solo quien estuviese libre de pecado podía arrojar la primera piedra, destacó la importancia de la compasión y el perdón.
Cuando Jesús dijo que solo quien no hubiera pecado podía arrojar la primera piedra, los líderes se alejaron en silencio, desde los más viejos hasta los más jóvenes. Era evidente que los hombres más adultos tenían mayor conciencia de sus pecados que los más jóvenes.
Jesús no condenó a la mujer acusada de adulterio, pero tampoco pasó por alto su pecado. Le dijo que abandonase su vida de pecado.
Jesús hablaba en el lugar del templo donde se ponían las ofrendas, donde se encendían lámparas que simbolizaban la columna de fuego que guió al pueblo de Israel por el desierto. En este contexto, Jesús dijo ser la luz del mundo. La columna de fuego representaba la presencia, la protección y la dirección de Dios. Jesús trae la presencia, la protección y la guía de Dios.
Los fariseos pensaban que Jesús era un lunático o un mentiroso. Jesús les ofreció una tercera alternativa: que les decía la verdad. Como la mayoría de los fariseos se negó a considerar la tercera alternativa, nunca lo reconocieron como Mesías y Señor.
Los fariseos argumentaban que lo que declaraba Jesús no tenía validez legal porque no contaba con otros testigos. Jesús respondió que el testigo que lo confirmaba era Dios mismo. Jesús y el Padre sumaban dos testigos, el número requerido por la Ley.
El tesoro del templo se ubicaba en el atrio de las mujeres. Allí se colocaban trece arcas o urnas para recibir el dinero de las ofrendas. Siete de ellas eran para el impuesto del templo; las otras seis eran para ofrendas voluntarias. En otra ocasión, una viuda colocó su dinero en una de estas arcas y Jesús enseñó una profunda lección a partir de esa acción.
Jesús mismo es la verdad que nos liberta. Es la fuente de la verdad, la norma perfecta de lo que es bueno. Nos liberta de las consecuencias del pecado, del autoengaño y del engaño de satanás. Nos muestra claramente el camino a la vida eterna con Dios. Jesús no nos da libertad de hacer lo que queramos, sino libertad para seguir a Dios. Al procurar servir a Dios, la verdad perfecta de Jesús nos liberta para que seamos todo lo que Dios quiso que fuésemos.
El pecado busca la manera de esclavizarnos, controlarnos, dominarnos y dictar nuestros actos.
Jesús hace distinción entre los hijos de la carne y los hijos legítimos. Los líderes religiosos descendían del patriarca Abraham (fundador de la nación judía) y por lo tanto afirmaban ser hijos de Dios. Pero sus acciones demostraban que eran verdaderos hijos de satanás, porque vivían bajo la dirección de este. Los verdaderos hijos de Abraham no se comportaban como ellos lo hacían.
Los líderes religiosos no eran capaces de entender porque no querían escuchar. Satanás utilizó su obstinación, su orgullo y sus prejuicios para impedirles que creyesen en Jesús.
En varios lugares Jesús desafió con toda intención a sus oyentes a ponerlo a prueba. Aceptaba gustoso a los que deseaban cuestionar sus declaraciones y su carácter, siempre y cuando tuviesen disposición de obrar en base a lo que descubrían.
Guardar la palabra de Jesús significa escuchar sus palabras y obedecerlas. Cuando Jesús dice que el que la guarda no morirá, se refiere a la muerte espiritual, no a la física. Sin embargo, incluso la muerte física al final se vencerá. Los que siguen a Cristo resucitarán para vivir eternamente con El. Dios prometió a Abraham, el padre de la nación judía, que todas las naciones serían benditas por él. Abraham pudo verlo mediante los ojos de la fe. Jesús, un descendiente de Abraham, bendijo a todas las personas a través de su muerte, resurrección y oferta de salvación. Cuando dijo que existía desde antes del nacimiento de Abraham, sin duda proclamaba su divinidad. No solo dijo que existía desde antes de Abraham, también adoptó el nombre santo de Dios (Yo soy: (Éxodo 3.14). Los líderes judíos trataron de apedrearlo por blasfemia porque declaraba ser igual a Dios. Entendían a la perfección lo que Jesús declaraba y, como no creían que fuese Dios, lo acusaron de blasfemia. Lo irónico es que los verdaderos blasfemos eran ellos, ya que maldecían y atacaban al mismo Dios que declaraban servir.

No hay comentarios:

Publicar un comentario