LECTURA
DIARIA:
Juan
capítulo 5
Había
tres fiestas que requerían la presencia de los judíos varones en Jerusalén, la Fiesta de la Pascua y la Fiesta de los
Panes sin Levadura, la Fiesta de las Semanas (llamada también Pentecostés), y
la Fiesta de los Tabernáculos.
Había
un hombre enfermo de treinta y ocho años cerca del estanque de Betesda, ya este
hombre se había resignado porque nadie podía ayudarle a sumergirse en las aguas.
Había perdido la esperanza de sanarse y no podía hacer nada solo. Jesús lo vió
y lo sanó y le dijo que tomara su lecho y se fuera.
Según
los fariseos, llevar una cama en el día de reposo era trabajo, y por lo tanto
era ilegal. No quebrantaba una Ley del Antiguo Testamento, sino la
interpretación que los fariseos daban al mandamiento de Dios: "Acuérdate
del día de reposo para santificarlo" (Éxodo 20.8).
Este
hombre había sido lisiado o paralítico, pero ya podía caminar. Era un milagro
sorprendente. Los líderes judíos presenciaron a la vez un poderoso milagro y una
regla quebrantada. Desecharon el milagro para enfocar la atención en la regla
quebrantada, porque para ellos era más importante la regla que el milagro. Si
Dios detuviese todo tipo de trabajo en el día de reposo, la naturaleza caería
en el caos y el pecado se apoderaría del mundo. Génesis 2.2 dice que Dios
descansó el séptimo día, pero esto no puede querer decir que dejó de hacer el
bien. Jesús quería enseñar que cuando se presenta la oportunidad de hacer el
bien, no debe pasarse por alto, ni siquiera en el día de reposo.
Jesús
se identificaba con Dios, su Padre. Los fariseos también llamaban Padre a Dios,
pero se dieron cuenta de que Jesús declaraba tener con El una relación
singular. Como respuesta a la declaración de Jesús, a los fariseos les quedaban
dos alternativas: creerle o acusarlo de blasfemia. Escogieron la segunda.
Entre
los capítulos cuatro y cinco de Juan, Jesús ministró en Galilea, sobre todo en
Capernaum. Llamó a ciertos hombres para que le siguieran, pero esto no fue así
hasta después de su viaje a Jerusalén (5.1) en el que eligió a sus doce
discípulos entre ellos.
Al
decir que los muertos oirán su voz, Jesús se refería a los espiritualmente
muertos que oyen, entienden y lo aceptan. Los que aceptan a Jesús, el Verbo,
tendrán vida eterna. Jesús se refería también a los que están físicamente
muertos. Cuando estuvo en la tierra, resucitó a varias personas, y en su
Segunda Venida todos los "muertos en Cristo" se levantarán para
encontrarse con El (1Tesalonicenses 4.16).
Dios
es la fuente y el Creador de la vida, pues no hay vida separados de Él, ni aquí
ni en el más allá. La vida en nosotros es un don que viene de Dios. Como Jesús
existe eternamente con Dios, el Creador, Él también es "la vida" por
la cual podemos vivir para siempre.
Jesús
declaraba que era igual a Dios (5.18), daba vida eterna (5.24), era la fuente
de la vida (5.26) y juzgaba al pecado (5.27). Estas declaraciones demuestran
que Jesús decía ser divino; era una afirmación casi increíble, pero la apoyaba
el testimonio de otro: Juan el Bautista. Los líderes religiosos sabían lo que
decía la Biblia, pero no aplicaban sus palabras a la vida. Conocían las
enseñanzas de las Escrituras, pero no reconocieron al Mesías que las Escrituras
señalaban. Conocían las leyes, pero no vieron al Salvador. Atrincherados en su
sistema religioso, se negaron a permitir que el Hijo de Dios cambiase sus
vidas.
Los
líderes religiosos gozaban de prestigio en Israel, pero su sello de aprobación
no tenía significado alguno para Jesús. A Él le interesaba la aprobación de
Dios. Los fariseos se jactaban de ser los verdaderos seguidores de su
antepasado Moisés. Intentaban guardar cada una de sus leyes al pie de la letra,
incluso agregaron algunas propias. La advertencia de Jesús de que Moisés los
acusaría los enfureció. Moisés escribió acerca de Jesús (Génesis 3.15; Números
21.9; Números 24.17; Deuteronomio 18.15) y aun así los líderes religiosos no
quisieron creer en Jesús cuando vino.
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