LECTURA
DIARIA:
Romanos
capítulo 5
Ahora
tenemos paz con Dios, que no necesariamente equivale a sentimiento de paz como
la calma y la tranquilidad.
Paz con Dios significa que nos hemos reconciliado
con El. No hay más hostilidad entre nosotros, ningún pecado bloquea la relación
con El. La paz con Dios es posible solo porque Jesús con su muerte en la cruz
pagó el precio de nuestros pecados.
Pablo
establece que, como creyentes, ahora estamos en un lugar muy privilegiado
("esta gracia en la cual estamos firmes"). No solo Dios nos declara
sin culpa, sino que nos lleva cerca de Él. En lugar de enemigos, ahora somos
amigos; y más aún, somos sus hijos.
Nuestra
relación con Dios empieza con la fe que nos ayuda a aceptar que la muerte de
Cristo nos salva de nuestro pasado. La esperanza crece a medida que nos
enteramos de todo lo que Dios tiene en mente para nosotros, de sus promesas en
cuanto al futuro. Y el amor de Dios llena nuestras vidas y nos capacita para
alcanzar a otros.
Pablo
nos dice que en el futuro vamos a triunfar, pero por ahora tenemos que luchar.
Esto significa que experimentaremos dificultades que nos ayudarán a crecer. Nos
regocijamos en las tribulaciones, no porque nos guste el dolor que nos causan,
sino porque sabemos que Dios usa las dificultades de la vida y los ataques de
Satanás para edificar nuestro carácter. Los problemas que encontramos
acrecientan nuestra paciencia, la que a su vez fortalece nuestro carácter,
profundiza nuestra confianza en Dios y nos da gran seguridad acerca del futuro.
Gracias a Dios por estas oportunidades de crecer y por permitirnos enfrentarlas
con su fortaleza.
Éramos
débiles e incapaces de salvarnos. Alguien tuvo que venir a rescatarnos. Siendo
aún pecadores Dios envió a Jesucristo para que muriera por nosotros, no porque
seamos buenos, sino porque nos ama.
El
amor que motivó a Cristo a morir es el mismo que envió al Espíritu Santo a
vivir en nosotros y a guiarnos cada día. El poder que levantó a Cristo de la
muerte es el mismo que nos salva y está a nuestro alcance en la vida diaria.
Dios es santo y no se asocia con el pecado. Todos los seres humanos son
pecadores y por lo tanto están separados de Dios. En lugar de castigarnos con
la muerte merecida, sin embargo, Cristo cargó nuestros pecados y pagó el
castigo muriendo en la cruz. Ahora nos "gloriamos en Dios". Mediante
la fe en la obra de Cristo, nos podemos acercar a Dios en vez de ser enemigos y
parias.
Pablo
nos muestra que guardar la Ley no salva. Aquí añade que quebrantarla no es lo
que trae la muerte. La muerte es el resultado del pecado de Adán y de los
pecados que ahora cometemos aunque no se parezcan a los de Adán.
La
Ley se introdujo, explica en el 5.20, como una ayuda para que la gente viera su
pecaminosidad, para que notaran la seriedad de sus ofensas y para guiarlas a
Dios en busca de misericordia y perdón. Esto fue así en los días de Moisés y lo
es todavía hoy. El pecado constituye una gran discrepancia entre lo que somos y
lo que fuimos al ser creados. La Ley pone de manifiesto nuestro pecado y coloca
la responsabilidad exactamente sobre nuestros hombros, sin que la ley ofrezca
algún remedio. Cuando estemos convencidos de que hemos pecado, debemos buscar a
Jesucristo para recibir sanidad.
Adán
es una figura, la contrapartida de Cristo. Así como Adán representa a la
humanidad creada, Cristo representa a la nueva humanidad espiritual.
Todos
nacemos como parte de la familia física de Adán, del linaje que conduce a
muerte segura. Todos cosechamos los resultados del pecado de Adán. Heredamos su
culpa, una naturaleza pecaminosa (la tendencia a pecar) y el castigo de Dios.
Sin embargo, por la obra de Cristo, podemos cambiar juicio por perdón. Podemos
cambiar nuestro pecado por la justicia de Jesús. Cristo nos ofrece la
oportunidad de nacer en su familia espiritual: del linaje que empieza con perdón
y conduce a la vida eterna. Si no hacemos algo, nos espera la muerte mediante
Adán, pero si acudimos a Dios por la fe, tenemos vida a través de Cristo.
Podemos
reinar sobre el poder del pecado, sobre la amenaza de la muerte y los ataques
de Satanás. La vida eterna es nuestra ahora y por siempre. Podemos vencer la
tentación en el poder y la protección de Jesucristo.
Una
vez que Jesús nos eleva hasta la presencia de Dios, somos es libres para
obedecer: por amor, no por necesidad, y mediante el poder de Dios, no el
nuestro.
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