TIEMPO
DE REFLEXIÓN
“Nosotros
somos como una casa terrenal, como una tienda de campaña no permanente; pero
sabemos que si esta tienda se destruye, Dios nos tiene preparada en el cielo
una casa eterna, que no ha sido hecha por manos humanas.
Por eso suspiramos
mientras vivimos en esta casa actual, pues quisiéramos mudarnos ya a nuestra
casa celestial; así, aunque seamos despojados de este vestido, no
quedaremos desnudos. Mientras vivimos en esta tienda suspiramos afligidos,
pues no quisiéramos ser despojados, sino más bien ser revestidos de tal modo
que lo mortal quede absorbido por la nueva vida. Y Dios es quien nos ha
impulsado a esto, pues nos ha dado el Espíritu Santo como garantía de lo que
hemos de recibir”. 2 Corintios 5. 1 – 5.
Aquí
el apóstol Pablo dice en el pasaje que esta tienda, nuestro cuerpo, va a
deshacerse un día, pero también dice que si se deshace, tenemos una certeza que
es fundamental: tenemos una casa eterna, indestructible, en el cielo; una casa
que no fue hecha por manos humanas, en cuyo caso sería efímera, sino por Dios,
que permanece para siempre.
Pero
parecería que esta certeza no es suficiente para nosotros: dice el pasaje que
nosotros suspiramos, deseando que ese momento en que esta casa temporal se
deshace no fuera necesario, sino que fuéramos revestidos de la morada celestial
sin pasar por esa instancia, sin ser "desnudados" en primer lugar.
Y esto es natural. Pablo mismo lo dice: "es Dios quien nos ha hecho para este fin" (5.5). Estamos acostumbrados a pensar que la muerte es algo natural; y lo es, pero sólo desde el punto de vista del mundo tal como nosotros lo experimentamos: el mundo caído. Cuando el ser humano no había desobedecido a Dios, la muerte no era algo natural. Al menos no para el hombre. Dios le anuncia su nuevo destino después de la desobediencia: "...hasta que vuelvas a la misma tierra de la cual fuiste sacado. Porque polvo eres, y al polvo volverás" (Génesis 3.19).
Entonces, lo que es natural es que la muerte nos genere tanta incomodidad. No solamente porque es algo desconocido, algo que no podemos medir, que no podemos ver; sino porque es algo que no podemos aceptar, ni siquiera desde la perspectiva de Dios. ¡El cuerpo separado del espíritu!
Y esto es natural. Pablo mismo lo dice: "es Dios quien nos ha hecho para este fin" (5.5). Estamos acostumbrados a pensar que la muerte es algo natural; y lo es, pero sólo desde el punto de vista del mundo tal como nosotros lo experimentamos: el mundo caído. Cuando el ser humano no había desobedecido a Dios, la muerte no era algo natural. Al menos no para el hombre. Dios le anuncia su nuevo destino después de la desobediencia: "...hasta que vuelvas a la misma tierra de la cual fuiste sacado. Porque polvo eres, y al polvo volverás" (Génesis 3.19).
Entonces, lo que es natural es que la muerte nos genere tanta incomodidad. No solamente porque es algo desconocido, algo que no podemos medir, que no podemos ver; sino porque es algo que no podemos aceptar, ni siquiera desde la perspectiva de Dios. ¡El cuerpo separado del espíritu!
Dios
nos creó para ser una misma cosa, cuerpo y espíritu al mismo tiempo. Y esa es
la forma de nuestra morada celestial. La muerte, esa separación, es algo
incluso antinatural, al menos en el ser humano. Pero en esta naturaleza caída,
es algo ineludible. Y es importante estar mentalmente preparados para
comprender que un día, antes o después, nos llega a todos.
Lo importante ahora es que nosotros, de hecho, ya fuimos revestidos de nuestra morada celestial.
Lo importante ahora es que nosotros, de hecho, ya fuimos revestidos de nuestra morada celestial.
Podríamos
decir, siguiendo con la metáfora de la ropa, que somos vestidos de adentro
hacia afuera. Primero, creemos en nuestro corazón que Jesús es el que nos salva
y nos libra, y nos acerca a Dios: somos vestidos interiormente. En ese momento,
somos revestidos bien cerca de nuestro cuerpo por nuestra morada celestial,
pero todavía queda por fuera la vestimenta terrenal, que no nos podemos sacar a
nosotros mismos: sólo esperar a que se deshaga. Esto ocurre cuando morimos
físicamente, o cuando Jesús vuelva a buscarnos, lo que ocurra primero.
Dios
les bendiga abundantemente.
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