LECTURA
DIARIA:
1
Juan capítulo 1
El
apóstol Juan abre su primera carta a la iglesia de la misma forma que lo hace
con su Evangelio, recalcando que Cristo (el "Verbo de vida") es
eterno, que Dios vino a la tierra como hombre, que él, Juan, fue un testigo
personal de la vida de Jesús, y que Jesucristo ofrece luz y vida.
Juan
escribe acerca de tener comunión con otros creyentes. Hay tres pasos que han de
seguirse para lograr una comunión cristiana verdadera. Primero, debe estar
cimentada en el testimonio de la Palabra de Dios. Sin esa fortaleza
fundamental, es imposible la unidad. Segundo, es mutuo, y depende de la unidad
de los creyentes. En tercer lugar, debe renovarse cada día por medio del
Espíritu Santo. La verdadera comunión combina lo social y lo espiritual, y se
logra solo mediante una relación viva con Cristo.
La
luz representa lo bueno, puro, verdadero, santo y confiable. Las tinieblas
representan al pecado y lo perverso. Decir "Dios es luz" significa
que es perfectamente santo y veraz, y que solo Él puede sacarnos de las
tinieblas del pecado. La luz también se relaciona con la verdad, y esa luz
expone todo lo que existe, sea bueno o malo. En las tinieblas, lo bueno y lo
perverso parecen iguales; en la luz, es fácil notar su diferencia. Así como no
puede haber tinieblas en la presencia de la luz, el pecado no puede existir en
la presencia de un Dios santo.
Si
queremos tener relación con Dios, debemos poner a un lado nuestro estilo de
vida pecaminoso. Es hipocresía afirmar que somos de Él y al mismo tiempo vivir
como se nos antoja. Cristo pondrá al descubierto y juzgará tal simulación. Juan
confronta la primera de las tres afirmaciones de los falsos maestros: Que
podemos tener comunión con Dios y seguir viviendo en las tinieblas. Los falsos
maestros, que pensaban que el cuerpo era malo o no tenía valor, presentaban dos
enfoques de la conducta: insistían en negar los deseos del cuerpo mediante una
disciplina estricta o aprobaban la satisfacción de toda lujuria física porque
el cuerpo después de todo iba a ser destruido.
En
la época del Antiguo Testamento, los creyentes simbólicamente transferían sus
pecados a la cabeza de un animal, que después se sacrificaba. El animal moría
en su lugar, redimiéndolos del pecado y permitiéndoles que siguieran viviendo
en el favor de Dios. La gracia de Dios los perdonaba por su confianza en Él y
por haber obedecido los mandamientos en cuanto al sacrificio. Esos sacrificios
anunciaban el día en que Cristo quitaría por completo los pecados. Una
verdadera limpieza del pecado vino por medio de Jesucristo, el "Cordero de
Dios, que quita el pecado del mundo" (Juan 1.29).
El
pecado, por su propia naturaleza, trae consigo muerte. Jesucristo no murió por
sus propios pecados; no los tenía. En su lugar, murió por los pecados del mundo.
Cuando le entregamos nuestra vida a Cristo y nos identificamos con El, su
muerte llega a ser nuestra. De antemano pagó el castigo de nuestros pecados; su
sangre nos ha limpiado. Así como resucitó del sepulcro, resucitamos a una nueva
vida de comunión con El.
Juan
ataca la segunda afirmación de la enseñanza falsa: Algunos decían que no tenían
una naturaleza que tendía al pecado, que su naturaleza pecaminosa había sido
eliminada y que ahora no podían pecar. Ese es el peor engaño de sí mismo, peor
que una mentira evidente. Se negaron a tomar en serio el pecado. Querían que se
les considerara cristianos, pero no veían la necesidad de
confesar
sus pecados ni de arrepentirse. No les importaba mucho la sangre de Jesucristo
porque pensaban que no la necesitaban. En vez de arrepentirse y ser limpiados
por la sangre de Cristo, introducían impureza en el círculo de creyentes. En
esta vida, ningún cristiano está libre de pecar; por lo tanto, nadie debiera
bajar la guardia.
Los
falsos maestros no solo negaban que el pecado quebraba la relación con Dios y
que ellos tenían una naturaleza no pecaminosa, sino que, sin importar lo que
hicieran, no cometían pecado.
Esta
es una mentira que pasa por alto una verdad fundamental: todos somos pecadores
por naturaleza y por obra. Al convertirnos, son perdonados todos nuestros
pecados pasados, presentes y futuros. Más aun después de llegar a ser
cristianos, todavía pecamos y debemos confesar. Esa clase de confesión no es
ganar la aceptación de Dios sino quitar la barrera de comunión que nuestro
pecado ha puesto entre nosotros y El.
La
confesión tiene el propósito de librarnos para que disfrutemos de la comunión
con Cristo.
Dios
quiere perdonarnos. Permitió que su Hijo amado muriera a fin de ofrecernos su
perdón. Cuando acudimos a Cristo, Él nos perdona todos los pecados cometidos.
Nuestra relación con Cristo es segura. Sin embargo, debemos confesar nuestros
pecados para que podamos disfrutar al máximo de nuestra comunión y gozo con El.
La verdadera confesión también implica la decisión de no seguir pecando. No
confesamos genuinamente nuestros pecados delante de Dios si planeamos cometer
el pecado otra vez y buscamos un perdón temporal.
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