UN MOMENTO CON DIOS
Las consecuencias de la ira.
“Quien fácilmente se enoja sufrirá las consecuencias; no tiene caso calmarlo, pues se enciende más su enojo.” (Proverbios 19. 19)
Dios siente ira, y nos ha dado
esta misma capacidad. La ira es una emoción común que surge cuando enfrentamos
amenazas, insultos o injusticias. Sin embargo, debido a nuestra naturaleza
caída, a menudo pecamos cuando este sentimiento nos abruma.
Una reacción pecaminosa es
aferrarse a la ira hasta que llegue a ser parte de lo más íntimo de nuestro
ser. Allí, comienza a torcer el pensamiento y a agitar las emociones. La paz y
el gozo están ausentes, porque no pueden coexistir con la ansiedad y la
frustración que acompañan a la amargura.
Después de envenenar el
carácter, la ira se derrama y afecta a los demás. Podemos lanzar palabras
hirientes como flechas en llamas, aún a quienes no fueron causa de nuestra ira.
Y después levantamos escudos para protegernos de ser heridos en el futuro.
Pero, por desgracia, estos comportamientos conducen a relaciones tensas y al
aislamiento.
Mientras que la ira puede
dañar nuestro temperamento y las relaciones con los demás, su consecuencia más
trágica es la ruptura de la comunión con Dios.
La ira no solo obstaculiza su
obra en los creyentes y por medio de ellos; también aflige el corazón del Padre.
ÉL desea colmar a Sus hijos de bendiciones, pero unos puños airados no pueden
recibir Sus riquezas.
Y nosotros, ¿albergamos ira?
La ira podría estar enterrada
de tal manera en nuestra alma que no estemos conscientes de su
presencia. Ya que la amargura sostenida y sin resolver afectará cada
aspecto de nuestra vida, pidamos a Dios que nos revele cualquier resentimiento
oculto. Luego, deshagámonos de él, y echemos mano
de las riquezas de Cristo.
Dios les bendiga
abundantemente.
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