UN MOMENTO CON DIOS
La ira es contagiosa.
“No te juntes con gente de mal genio ni te hagas amigo de gente violenta, porque puedes volverte como ellos y pondrás tu vida en peligro.” (Proverbios 22. 24 - 25)
La ira puede causar estragos
tanto en el cuerpo como en el alma, pero su alcance se extiende más allá del
individuo e impacta a quienes están cerca. De esta manera, los estallidos de
amargura y el resentimiento silencioso no son solo problemas personales.
El espíritu airado es
contagioso. Puede pasar de una persona a otra, e incluso de una generación a
otra. Los lugares de trabajo pueden convertirse en entornos de tensión, llenos
de palabras y actitudes cáusticas.
La ira convierte a los hogares
en campos de batalla de explosiones verbales o de silenciosa hostilidad. Hasta
las iglesias sufren de chismes maliciosos y de enfrentamientos.
Dios nos creó para vivir en
comunión con los demás, pero la ira puede envenenar nuestras relaciones. Por
desgracia, los más cercanos a nosotros son los que más sufren. Los niños
aprenden a reaccionar ante las situaciones de la vida observando el ejemplo de
sus padres. Luego desarrollan actitudes y patrones de comportamiento similares.
Necesitamos pensar en qué tipo de corazón estamos transmitiendo a nuestros
hijos.
Por fortuna, Dios se ocupa de
cambiar los corazones. Así como podemos llegar a imitar a una persona airada,
también podemos imitar la santidad cuando nos acercamos al Señor.
Cristo nos llama a venir,
aprender de ÉL, y encontrar descanso para nuestras almas: “Vengan a mí
todos ustedes que están cansados de sus trabajos y cargas, y yo los haré
descansar. Acepten el yugo que les pongo, y aprendan de mí, que soy paciente y
de corazón humilde; así encontrarán descanso. Porque el yugo que les pongo
y la carga que les doy a llevar son ligeros.” (Mateo 11. 28 - 29)
¿Qué preferimos: la agitación
de la ira o la paz de Cristo? Ambas requieren sacrificio.
Si escogemos mantener la ira,
sufriremos la pérdida de buenas relaciones y la posibilidad de ser un ejemplo
de consagración para nuestros descendientes. Pero, si escogemos tener paz, pidamos
a Dios que nos ayude a dejar en el altar los rencores, los insultos y las
preferencias personales.
Dios les bendiga
abundantemente.
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