LO
QUE DEBEMOS CONOCER
Acepta
la cruz.
Cuando
se toca íntimamente el «yo», entonces se revela lo que de verdad hay en el
corazón del hombre. Dios encuentra muchas maneras de tocarnos en nuestro ser
anímico, para ir quebrantando nuestras fortalezas, de modo que podamos llegar a
ser instrumentos útiles a Dios. Como Dios no nos obliga a aceptar la operación
de la cruz sobre nosotros mismos, esto es nuestra responsabilidad.
Lo
primero que ocurre cuando aceptamos la cruz es reconocer nuestra propia
pequeñez.
Pablo,
no tiene inconveniente en afirmar: «Soy menos que el más pequeño de todos los
santos» (Efesios 3.8). Y si se ve así, entonces puede actuar en consecuencia.
¿Reclamará
para sí una cierta posición? ¿Luchará por establecer un liderazgo? ¿Tendrá una
excelente opinión de sí mismo en desmedro de los demás?
Tales
cosas son erradicadas definitivamente de uno que se ve a sí mismo como «menos
que el más pequeño de todos los santos».
Un
cristiano que quiere agradar a Dios reconoce la peligrosidad de la carne en el
servicio.
Y no
sólo reconoce la peligrosidad de la carne, en general, sino de su propia carne,
en particular.
Como
no hay nada bueno en sí mismo, no osará predicarse a sí mismo, ni exhibir sus
propios méritos. Predicará, con todas las fuerzas de que es capaz, a Cristo y
sólo a Cristo y su bendita Palabra. Acepta gustoso su propia muerte para que
otros vivan: no reclamará por la posición que el Señor le ha asignado, con tal
de que ello redunde en gloria para su Señor.
Muchos
siervos han caído porque se envanecieron con sus dones.
Se
vieron a sí mismos tan perfectos, tan llenos de virtudes, tan capacitados, que
llegaron a amarse superlativamente a sí mismos.
Ellos
pensaron que eran favoritos de Dios y que Él podía excusarles su cada vez mayor
engreimiento. Llegaron a pensar que Dios tenía estándares especiales para
tratar con ellos, y que las demandas para ellos eran menores que para los
demás.
Se
autodenominaron «ungidos» (y si no, al menos se lo creyeron en su fuero
íntimo), y se pusieron por encima de los demás. Crearon en torno de sí mismos
todo un movimiento que desplazó al Señor del centro.
En
la iglesia no hay súper cristianos que tengan una luz propia, sino que hay
muchos miembros sujetos unos a otros. No está la riqueza deslumbrante de unos pocos,
sino la consistente riqueza del cuerpo, con sus variados dones y ministerios.
El
camino es, entonces, no el del individualismo, sino el de la sujeción. La
independencia, como la rebeldía y la obstinación, son consecuencias de un «yo»
todavía entronizado en el corazón.
Al
aceptar la cruz nuestro yo debe morir allí para que el Cristo reine en nuestros
corazones. Y así podremos decir como el apóstol Pablo: “Con
Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí; y
lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me
amó y se entregó a sí mismo por mí”. Gálatas 2. 20.
Dios les bendiga abundantemente.
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